PAPEL DEL DOCENTE EN LA FORMACIÓN EN VALORES
Vivimos en un ambiente cambiante, transitamos diariamente a través de una realidad de mutaciones vertiginosas, caracterizada por los progresos científicos y tecnológicos, a la par de las transformaciones económicas y políticas. Este movimiento constante afecta la percepción que tenemos del mundo y la forma en que existimos en él, pero más allá de eso, modifica nuestras instituciones, y sobre todo, al instrumento fundamental que tenemos los seres humanos para aprender, formarnos y trascender: la educación.
En este sentido, “la educación es ahora más que nunca una herramienta fundamental para la consecución de una convivencia mundial basada en los valores universales más elevados, como la libertad, la paz y la justicia social”[1].
Si bien, los sistemas educativos, en especial el nuestro, aspiran a la formación integral de los individuos y el desarrollo armónico de todas las facultades del ser, se puede decir que la balanza se ha inclinado hacia la formación en el aspecto conceptual y procedimental, descuidando la formación valoral. Es evidente que los conocimientos son fundamentales, pero también lo es estar preparado para actuar en este contexto e interrelaciones culturales y éticas que exige una formación en valores que les permita a los individuos conducirse con autonomía y criterio para juzgar sus actos y los de los demás, a partir del conocimiento de sí mismo.
Dado lo anterior, la formación en valores es una necesidad, que a su vez se ha convertido en un reclamo social. Sólo de esta manera podemos contribuir para que las nuevas generaciones puedan desarrollarse plenamente en este contexto de múltiples interrelaciones.
Ahora bien, además de los requerimientos del sistema educativo para que esta tarea se concretice, ¿Qué les corresponde hacer a los docentes? ¿Qué papel deben desempeñar el profesorado, entidad en quien se vivifica el proceso educativo?
Para facilitar el aprendizaje humano que permite apreciar los valores en los alumnos, el docente debe ser una especialista en los contenidos y recursos necesarios para activar estos aprendizajes. Es decir, en primer lugar, conocer a profundidad la filosofía de la educación en valores, su propósito y metodología. Además, ser conciente de los ritmos y formas de aprender, siendo respetuoso y comprensivo.
El cuerpo docente deberá formarse teóricamente al respecto; esto dará oportunidad de comprender de mejor manera los procesos del desarrollo moral de los individuos y así crear oportunidades altamente potencializadas para la formación en valores.
De tal forma, se exige al maestro una preparación académica en constante actualización para que pueda responder a las necesidades del momento presente. Por tal motivo, la actualización se vendrá a constituir como una necesidad de formación del cuerpo docente.
Como todos los componentes del acto educativo, “los valores no se desarrollan de manera automática, requieren de un proceso”, basado en una planeación consciente, sistemática y organizada. El papel que el maestro debe desempeñar se traduce en evitar una práctica y promoción de valores de manera aislada y marginada, impidiendo el enfoque informativo, prescriptivo y adoctrinador, que aún hoy predomina en una gran cantidad de centros escolares.
La educación en valores no es un relleno en el currículum, es parte vital, activa y trascendente, de otra manera, la formación integral a la que se aspira queda limitada.
Derivado de lo anterior, el docente debe poseer un rico repertorio de actividades y estrategias para diversificar las formas tanto de enseñanza como las oportunidades de convivencia. Algunas actividades que favorecen el desarrollo valoral de los niños son el autodescrubrimiento, la problematización, la incorporación de los padres de familia, la discusión de dilemas morales, asumir roles y la consecución de una comunidad justa.
Sin embargo, ante todo, el docente debe asegurar que el aula y la escuela se conviertan efectivamente en un “microcosmos social”, en un laboratorio que emule la realidad circundante, o mejor aún, lograr que la naturaleza de las relaciones humanas traspase las paredes del salón de clase. Es decir, vivir los valores en todos y cada uno de los rincones del centro escolar, en todas las actividades, tomando “el contexto como pretexto”.
Este ambiente armónico rico en oportunidades para la práctica de valores, demanda del docente, además de los conocimientos teóricos necesarios, la representación misma de éstos en su persona. La siguiente frase viene a representar el tópico: “lo que realmente se aprende a lo largo de la vida es lo que se vive”[2]. El docente no sólo educa con la palabra, sino también a través del ejemplo; su actuar es un patrón aprendido conciente e inconscientemente por sus alumnos.
Entonces, los profesores deben convertirse en verdaderos agentes de cambio, siendo justos, respetando a sus educandos y compañeros, siendo democráticos dentro y fuera de la escuela, proyectando una filosofía de vida acorde con aquello que pregona, impulsando el trabajo en equipo de alumnos, padres de familia y cuerpo docente; adoptando una posición crítica, analítica; emitiendo juicios de valor cuando se requiera. Habrá que dejar atrás esa forma arcaica que penosamente distingue aún hoy a muchos docentes “vivir en la simulación y la inconsistencia”[3].
La tarea de educar no es sencilla, no es como diría yo “una labor para asustadizos”. Implica más allá de un contrato laboral, delimitado por ciertas cláusulas, un “contrato moral” con nosotros mismos, con la sociedad. Si se desea educar en valores, el maestro tendrá que asumir la responsabilidad que implica su profesión.
Ahora bien, el clima que se genera dentro del salón de clase es un factor determinante en el aprendizaje de los alumnos, al igual que juega un papel importante en la motivación. En este sentido, el papel del docente se enfoca a crear un espacio agradable para todos, en especial para los niños. La primera consideración que el profesor tiene que tener presente es que los alumnos son personas, no objetos, ni recipientes; que al igual que todos los seres humanos necesitan afecto para crecer y desarrollarse; en seguida, que la libertad es la condición esencial para formarse en el respeto y la autonomía; y por último, que los niños requieren autoestima y formarse en este mismo renglón.
El docente tiene en sus manos una materia prima muy singular, una “que no se puede reciclar”, que una vez modificada no regresa a su estado original; una que si se trata sin delicadeza es posible sea inservible para aquello que está destinada: “vivir en sociedad”. Entender esto es uno de los retos más importantes del profesorado.
En el entendido de que los seres humanos nunca terminamos de aprender a lo largo de toda la vida, corresponde al maestro desarrollar en los alumnos cuatro pilares que rigen la formación del individuo: “aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser”. La única manera en que la educación en valores puede rendir frutos es que estos tres pilares crezcan simultáneamente, de lo contrario colapsaría. Es necesario entender que el ser humano es un integrado de diversos aspectos, el desatender uno o varios de éstos generan un desequilibrio que afecta las demás esferas. De tal suerte, la formación valoral depende a su vez del crecimiento en los otros ámbitos. Como consecuencia, el educador debe establecer una adecuada proporción entre contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales afín de no afectar ninguna a una de estas áreas que a su vez tendría repercusiones en la estructura global.
Por otro lado, la salud mental del profesor es primordial, no solo para la educación en valores sino para su trabajo en general. Así pues, tendrá que darse a la tarea de buscar recursos que contrarresten los efectos psicológicos de actividad profesional, que es bien sabido, está caracterizada por un alto nivel estrés.
El papel que debe desempeñar el docente para lograr una formación en valores eficiente en sus alumnos, demanda la realización de múltiples quehaceres, y aunque el profesor no es la única entidad que educa en valores, su actuación es determinante.
Al esfuerzo del profesorado deberá sumarse el de otras instancias, sin embargo, está en su figura la responsabilidad de desempeñar un trabajo de calidad, después de todo “la educación de calidad no es posible sin formación valora, y no existe formación en valores si no hay educación de calidad”.
[1] La Educación Encierra un Tesoro, Informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la
Educación para el Siglo XXI, UNESCO, 1996.
[2] Miquel Martínez Martín, “El contrato moral del profesorado”, condiciones para una nueva escuela,
Biblioteca para la actualización del maestro. SEP, México, 2000.
[3] Sylvia Schmelkes, “La formación de valores en la educación básica”, Biblioteca para la
actualización del maestro. SEP, 2004, México, DF.